25 de octubre de 2018 por Juan Hernández Zubizarreta , Pedro Ramiro , Erika González , Gorka Martija
Sala de la ONU durante las reuniones. Pedro Ramiro.
En Ginebra, países y organizaciones civiles están trabajando para acordar un tratado vinculante para que las empresas paguen por las violaciones a los derechos humanos de sus empresas filiales.
Un tratado internacional para las grandes corporaciones en materia de derechos humanos no es necesario y genera inseguridad jurídica”. “Generar nuevas obligaciones para las empresas transnacionales socava la soberanía de los Estados”. “Con un acuerdo vinculante como el que se plantea, la inversión extranjera puede reducirse”. Intervenciones como estas se están volviendo a escuchar esta semana en la sede de Naciones Unidas en Ginebra, donde se celebra la cuarta reunión del grupo de trabajo intergubernamental encargado de elaborar un instrumento internacional jurídicamente vinculante para obligar a las transnacionales a respetar los derechos humanos por todo el mundo. Y al igual que en anteriores reuniones, la Unión Europea (UE) y países como Rusia, Brasil, Perú, Chile o México insisten en rechazar la creación de nuevas normas para controlar a las grandes corporaciones.
Por su parte, “las personas afectadas por las operaciones de las transnacionales han intentado durante décadas acceder a la justicia. Pero el sistema actual no nos lo permite y la impunidad persiste”. Pablo Fajardo, representante de la Unión de Afectados y Afectadas por las Operaciones Petroleras de Chevron-Texaco (UDAPT), ha recalcado así la necesidad de un tratado que sirva para enfrentar las violaciones de los derechos humanos cometidas por las multinacionales. Lo ha hecho junto a otras activistas sociales y también europarlamentarias, ante la sede de la ONU, en una rueda de prensa de la campaña global que aglutina a organizaciones sociales, sindicales, ecologistas, de mujeres, de pueblos indígenas y de defensa de los derechos humanos que han llegado a Ginebra para reiterar la impunidad con que operan las empresas transnacionales.
La Unión Europea y países como Rusia, Brasil, Perú, Chile o México insisten en rechazar la creación de nuevas normas para controlar a las grandes corporaciones
Durante toda la semana, se están escenificando una vez más las relaciones de poder para tratar de impedir que un organismo internacional como Naciones Unidas pueda limitar el poder de las grandes corporaciones. Para eso, vuelven a ponerse sobre la mesa los mecanismos habituales para desactivar la presión de las organizaciones sociales: eternizar los procesos, incrementar la burocracia, fomentar la ambigüedad de los textos, centrar el debate en las cuestiones procedimentales.
Este año, la novedad es que ya hay un primer borrador del texto del tratado. Por eso, más allá de la necesidad de que el gobierno español y la UE —como así lo mandatan las resoluciones aprobadas en sus respectivos parlamentos— se comprometan a participar en el proceso de negociación del tratado vinculante, vale la pena centrarse en el análisis de sus contenidos. Veamos los que, a nuestro entender, son los seis elementos fundamentales.
Como dice el texto al principio, el objeto del instrumento internacional es el cumplimiento de los derechos humanos por parte de todas las personas físicas y jurídicas con actividades de carácter transnacional. Y eso desdibuja todo el tratado, porque este proceso nació justamente con el propósito de elaborar una herramienta que de manera específica enfrentara la impunidad de las multinacionales y de toda su cadena de valor. Hay que recordar que, a día de hoy, no existe ningún mecanismo eficaz a nivel global para controlar a unas corporaciones que pueden eludir con facilidad las legislaciones estatales a través de complejos entramados societarios.
“La mayoría de los Estados y partes interesadas tienen problemas con la nota a pie de página [en la resolución 26/9] que restringe el alcance a las empresas transnacionales”. En cada reunión, la UE y los lobbies
Lobby
Lobbies
Los lobbies son grupos de presión de interés privado, que defienden la mayor parte del tiempo los intereses de grupos industriales o financieros. Se cuentan unos 40.000 lobbistas en Washington
empresariales han insistido en la “discriminación” que eso significa, defendiendo la necesidad de ampliar el alcance a todas las empresas con el fin de debilitar las medidas dirigidas a las multinacionales. Y parece que sus exigencias han acabado por tener eco en el borrador del tratado, pues se elimina uno de los elementos estratégicos que dotaban de identidad a este proceso: la búsqueda de una fiscalización jurídica efectiva de las grandes corporaciones, para cuyo control el derecho de los Estados no resulta suficiente. Es una de las principales renuncias del texto.
El texto del tratado se ha construido en base al desarrollo de normas estatales. Así, solo establece obligaciones para los Estados, ignorando que tanto los de origen como los que son destino de las inversiones no son neutrales: forman parte de los ejes que favorecen la arquitectura de la impunidad de las empresas transnacionales.
Los acuerdos y tratados de comercio e inversión que firman los Estados, los contratos que estos establecen con las compañías multinacionales y todas aquellas políticas que inciden en la desregulación de los derechos sociales —mientras regulan con fuerza los “derechos” de las grandes corporaciones— son las piezas fundamentales de la armadura jurídica que blinda los intereses de las empresas transnacionales. Dejar en manos de los Estados-nación la posibilidad de controlar a estas empresas significa básicamente continuar como hasta ahora; significa que no hay ningún avance en la creación de contrapesos suficientes para hacer responsables a las grandes corporaciones de la violación de derechos humanos.
Dado que las empresas transnacionales operan en un contexto global, parece necesario incorporar en el tratado tanto sus obligaciones directas como también las de sus directivos, independientemente de las normas reconocidas por los Estados donde localicen sus actividades. Se evitaría así que la responsabilidad de las grandes compañías se diluyera con la desregulación de las normas sobre derechos humanos, y se pondría freno a la deslocalización de las empresas hacia aquellos países con legislaciones más débiles en materia social, ambiental, fiscal o laboral.
Dado que las empresas transnacionales operan en un contexto global, parece necesario incorporar en el tratado tanto sus obligaciones directas como las de sus directivos
“No queda claro que las violaciones solo corresponden a los Estados y puede parecer que hay obligaciones directas sobre las empresas”, declara sin embargo el representante de la Organización Internacional de Empleadores (OIE) para rechazar cualquier atisbo de normas internacionales que pueda afectar a sus intereses de negocio. Pero, efectivamente, no se incorporan mecanismos de responsabilidad legal ni del cumplimiento de leyes. En su lugar el borrador plantea la “diligencia debida”, un mecanismo unilateral de las empresas para que ellas mismas vigilen sus actividades. Que, dicho sea de paso, también es rechazado por la OIE.
En el borrador del tratado no se recoge con claridad otra cuestión central: la responsabilidad solidaria de las empresas transnacionales en las violaciones de los derechos humanos cometidas por sus filiales, subcontratistas y proveedoras. Las grandes corporaciones, aún con una enorme complejidad societaria, tienen un centro donde se establece el modelo de negocio y se toman las decisiones fundamentales. La vaguedad del texto para señalar este aspecto y obligar a clarificarlo favorece que las casas matrices se desliguen de la responsabilidad que tienen en relación a las actividades de todo su perímetro empresarial.
Un elemento que podría corregir este punto débil son las obligaciones extraterritoriales de los Estados. A través de ellas, por poner un ejemplo, los pueblos indígenas de México afectados por Iberdrola, Naturgy y Acciona podrían demandar a estas empresas ante tribunales españoles, ya que han incumplido el derecho internacional a una consulta previa, libre e informada sobre el uso de sus territorios. Esta cuestión de la extraterritorialidad sí está recogida en el borrador, aunque de una forma muy poco precisa. Se echa en falta el trabajo avanzado desde 2011 en los Principios de Maastricht sobre las obligaciones extraterritoriales, un punto de referencia importante para avanzar en la responsabilidad del Estado en relación con las personas que viven en otros países.
El tratado no menciona la jerarquía normativa por la que los acuerdos y tratados de comercio e inversión tienen que estar subordinados al cumplimiento de los derechos humanos. En ese sentido, el texto no incluye obligaciones que garanticen esta prioridad y le den plena exigibilidad y justiciabilidad. Para eso bastaría con invocar la prioridad de una norma jerárquicamente superior a través del artículo 53 de la Convención de Viena, que establece la nulidad de todo aquel tratado que contravenga cualquier norma imperativa del Derecho Internacional —como las de derechos humanos, sin ir más lejos—.
Tampoco aparecen por ningún lado disposiciones en relación a las instituciones económico-financieras internacionales, como el Fondo Monetario Internacional
FMI
Fondo monetario internacional
El FMI nace, el mismo día que la Banca mundial, con la firma de los acuerdos de Bretton Woods. En su origen el rol del FMI era defender el nuevo sistema de cambios fijos instaurado.
A la finalisación de estos acuerdos (1971), el FMI es mantenido y se transforma paulatinamente en el gendarme y el bombero del capitalismo mundialisado : gendarme cuando impone los programas de ajuste estructural ; bombero cuando interviene financiaramente para sostener los países tocados por una crisis financiera.
Su modo de decisión es el mismo que el del Banco mundial y se basa sobre una repartición del derecho de voto en proporción a los aportes de cotisación de los países miembros. Estatutariamente es necesario el 85% de los votos para modificar la Carta del FMI (los EE.UU. poseen una minoria de bloqueo dado a que posees el 16,75 % de voces). Cinco países dominan : Los EE.UU. (16,75 %), el Japon ( 6,23 %), la Alemania (5,81%), Francia (4,29 %), y Gran Bretaña (4,29%). Los otros 177 Estados miembros estan divididos en grupos dirigidos, cada vez, por un país. El grupo más importante (6,57%) esta dirigido por Belgica. El grupo menos importante (1,55% de voces) precidido por el Gabon (países africanos).
Su capital está compuesto del aporte en divisas fuertes (y en monedas locales) de los países miembros. En función de este aporte, cada miembro se ve favorecido con Derechos Especiales de Giro (DEG) que son de hecho activos monetarios intercambiables libre e inmediatamente contra divisas de un tercer país. El uso de estos DEG corresponde a una política llamada de estabilización a corto plazo de la economía, destinada a reducir el déficit presupuestario de los países y a limitar el crecimiento de la masa monetaria. Esta estabilización constituye frecuentemente la primera fase de intervención del FMI en los países endeudados. Pero el FMI considera que en adelante es tarea suya (tras el primer choque petrolero de 1974-1975) actuar sobre la base productiva de las economías del Tercer Mundo reestructurando sus sectores internos; se trata de una política de ajuste a más largo plazo de la economía. Lo mismo sucede con los países llamados en transición hacia una economía de mercado. (Norel y Saint-Alary, 1992, p. 83).
Sitio web :
y el Banco Mundial
Banco mundial
Creado en 1944 en Bretton Woods en el marco del nuevo sistema monetario internacional, el Banco posee un capital aportado por los países miembros (189 miembros el año 2017) a los cuales da préstamos en el mercado internacional de capitales. El Banco financia proyectos sectoriales, públicos o privados, con destino a los países del Tercer Mundo y a los países antes llamados socialistas. Se compone de las siguientes tres filiales.
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, cómplices y colaboradoras en numerosos casos de violaciones de derechos humanos cometidas por empresas transnacionales. Ambas cuestiones se podrían incorporar sin mayor problema, como señala la campaña global Desmantelemos el Poder Corporativo. En su contribución escrita dirigida a la ONU, esta campaña propone partir del hecho de que “los Estados parte reconocen la supremacía del Derecho Internacional de los Derechos Humanos sobre todo otro instrumento jurídico, en particular los concernientes a comercio e inversión”. Tampoco parece nada demasiado revolucionario; de hecho, en el documento oficial previo al borrador se incluía.
En el borrador del tratado destaca la ausencia de las instancias necesarias para realizar un control jurídicamente vinculante. Como diría el jurista Alfred de Zayas, se trata de un instrumento “sin dientes”; por tanto, poco o nada efectivo. No se menciona la creación de un centro internacional para el seguimiento de la actividad empresarial y la recepción de las denuncias por parte de las comunidades afectadas. Ni tampoco la posibilidad de poner en marcha un tribunal internacional para juzgar a las compañías y sus directivos.
Según el texto, se crea un comité… que no tiene la capacidad de investigación ni la posibilidad de recibir denuncias. De forma que el acceso a la justicia de las comunidades afectadas queda únicamente en manos de los Estados, o sea como está actualmente. Es verdad que se propone la cooperación judicial entre Estados, pero hay una excesiva fe en su buena voluntad para perseguir la violación de los derechos humanos por parte de las multinacionales. Esta ausencia en parte podría haberse enmendado si en el protocolo de aplicación del tratado se hubiesen recogido estas instancias, en vez de establecer un mecanismo nacional que únicamente puede realizar recomendaciones y acompañar en la realización de acuerdos entre las partes —pero deja de actuar si las partes recurren a sistemas judiciales—.
Artículo escrito por Erika González, Juan Hernández Zubizarreta, Gorka Martija y Pedro Ramiro, del Observatorio de muntinacionales en América Latina (OMAL) - Paz con dignidad.
Publicado en El Salto el 19 de octubre 2018.
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