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Argentina
¿Es posible soñar con la Revolución en tiempos de Macri y Trump?
por José Ernesto Schulman
26 de noviembre de 2016

“...me acojo al sueño eterno de la revolución...
Te escribo, y el sueño eterno de la revolución
sostiene mi pluma, pero no le permito que se deslice
al papel y sea, en el papel, una invectiva pomposa,
una interpelación pedante o, para complacer a
los flojos, un estertor nostálgico.
Te escribo para que no confundas
lo real con la verdad ”.

Andrés Rivera, La Revolución es un sueño eterno. 1992

Uno

Introducción metodológica imprescindible sobre el marxismo y la historia

Estamos desafiados a comprender la coyuntura nacional, regional y mundial desde una perspectiva histórica; aunque eso se dice fácil y resulte difícil de concretar, porque las mínimas diferencias teóricas derivan en diferentes lecturas de la realidad; que algunos suponen comprensible con solo mirarla, olvidando aquella advertencia de Carlos Marx: si “la esencia y el fenómeno fueran idénticos, no haría falta ciencia”.

Aclaremos, entonces, algunas referencias teóricas imprescindibles al momento de pensar el escenario de la lucha de clases nacional y regional.

Georgy Luckas decía que la diferencia entre “la descripción de una parte de la historia y la descripción de la historia como un proceso unitario no es por lo demás una diferencia de alcance….sino una contraposición metodológica, una contraposición de puntos de vista” [1]

Immanuel Wallerstein, por su lado insistía en que un mismo hecho histórico adquiere un sentido u otro según se lo piense como hecho aislado o como parte de una larga cadena de acontecimientos; resultantes a la vez de la lucha de clases que siempre se da bajo ciertas correlaciones de fuerzas más o menos objetivas, las económicas sociales, militares, estatales, etc. y las más o menos subjetivas, que refieren al sentido común dominante en la sociedad en general y en cada una de las facciones en pugna, o dicho de otro modo, a los proyectos políticos que adquieren hegemonía y el clima de época cultural e ideológica para cada sector social y político. [2] Es conocido su ejemplo de que en una primera mirada los sucesos ocurridos en el Río de la Plata entre 1806/1816 serían interpretados como de liberación nacional, pero si los pensáramos entre 1806/1896 veríamos otra cosa, un cambio de hegemonía imperial entre el reino de España y el de Gran Bretaña.

Los fundadores de la corriente del pensamiento crítico marxista, decían que la historia es como el resultado de un paralelogramo de fuerzas, que a largo plazo y en proporciones nacionales y regionales, establecen una tendencia principal que marca la dirección de los acontecimientos de acuerdo a los fenómenos económicos que actúan como el elemento más dinámico en la relación dialéctica con los políticos culturales; los cuales, analizados aisladamente pueden parecer absurdos o inexplicables, o peor aún, generar la ilusión de que el rumbo es contrario al real. Como los pasajeros de un tren que al mirar el paisaje crean que son los árboles los que van hacia atrás y no que ellos viajan para adelante. El reiterado “pensábamos que estábamos ganando y en realidad se preparaba nuestra derrota”, que me decía un oficial del Ejército Revolucionario del Pueblo en un patio de la Cárcel de Coronda a inicios de 1977 es un buen ejemplo de la confusión posible.

Y por último, tanto Gramsci como Guevara, destacaron que tales condiciones generales, la llamada correlación de fuerzas, no son inmutables y que por medio de la acción humana organizada, motorizada por la voluntad animada por la ética y sostenida por la cultura política revolucionaria, se pueden modificar y provocar, dadas ciertas bases materiales, hechos revolucionarios que sorprendan a dominadores y dogmáticos. De hecho, desde la Comuna de París hasta el proceso venezolano de cambios, pasando por las revoluciones rusa, china, cubana, vietnamita, coreana y todas las demás que fueran verdaderas (es decir, no resultante de la intervención del Ejército Rojo) fueron primero calificadas como “sorpresivas” o “excepcionales”. El factor subjetivo, la batalla por la hegemonía cultural, en la tradición del marxismo revolucionario, no del adocenado y complaciente con los gobernantes o líderes de turno, forma parte de la lucha política y es en ese terreno, el de la lucha política real contra los detentores del poder burgués, que se resuelve.

La victoria electoral de Macri en la Argentina como la de Trump en los EE.UU. expresan de un modo transparente una larga línea de acumulación de las derechas más brutales y radicales que podríamos, de modo didáctico, remontar al golpe de estado de 1976 en la Argentina (pensado a su vez como el último de una serie de episodios golpistas que arrancan en 1954 en Guatemala, pasan por Brasil en 1964, Argentina en 1966, Bolivia en 1972, Chile en 1973 y Uruguay en 1974) y toda la labor para recomponer el pensamiento de las derechas luego de la debacle política y cultural del 2001; así como decir que el triunfo de Trump, tan “insoportable” para las “buenas conciencias” burguesas de todo el mundo, incluido un Hollande o un Obama, no es más que el resultado esperado del ciclo de cambios regresivos que se iniciaron con la Caída del Muro de Berlín, prosiguieron con la Guerra contra el Terrorismo iniciada en setiembre de 2001 y desplegada ante el silencio cómplice de casi todo el mundo en Irak, Irán, Afganistán, Libia, Siria, Palestina y también Honduras, Paraguay, Colombia y Venezuela.

Solo los necios o los analfabetos políticos [3] pueden mostrar sorpresa

Dos.

El fin del ciclo corto y el fin del ciclo largo

El inicio de la segunda década del siglo XXI está marcando el final de dos ciclos, superpuestos. Uno es el ciclo largo de capitalismo con máscara democrática liberal, el ciclo iniciado por la Gran Revolución, como decían los historiadores al nombrar el ascenso de la burguesía francesa al poder, mediante la utilización de la lucha de las masas empobrecidas de la ciudad y el campo para derrotar al Rey y el Viejo Régimen. Durante unos dos siglos, el capitalismo pudo combinar la más cruel explotación social y dominación colonial de los pueblos de la periferia, con la promesa de la igualdad formal contenida en la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789 y resurgida en 1948 con la fundación de las Naciones Unidas y su renovada promesa de iguales derechos para todas y todos (formales claro, nunca reales, pero derechos al fin).

El crack de 1930 dio lugar, en las condiciones de existencia de la Unión Soviética y un fuerte movimiento revolucionario proletario universal y un no menos poderoso movimiento de liberación nacional de las colonias y neo colonias de Asia, África y América Latina, dio lugar a dos proyectos burgueses de superación de la crisis: el fascista y el democrático liberal.

El triunfo en la Segunda Guerra Mundial de la coalición antifascista, con un rol protagónico de la Unión Soviética y las guerrillas antifascistas de Europa, a su vez, disparó dos procesos simultáneos y antagónicos: el desarrollo de un mundo no capitalista, hegemonizado por la URSS primero y con protagonismo Chino y Cubano después, que algunos llamarían el “socialismo real” o el “sistema socialista” que produjo el mayor esfuerzo prolongado y exitoso por mejorar la vida de miles de millones de obreros y campesinos, conquistando metas inimaginables aunque con debilidades culturales que a la larga serían fatales, por un lado y el más largo y productivo ciclo de crecimiento capitalista, entre 1945/73, al que Eric Hobsbawm llamaba la “edad de oro”, enancado en la oportunidad para crecer tras la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial y apoyándose en las doctrinas keynessianas de estimular el consumo mediante la intervención del estado como modo de asegurar y potenciar la reproducción ampliada del capital, la cual impulsó tanto las fuerzas productivas que para mediados de los 70 inició una verdadera segunda revolución científico técnica que posibilitó el surgimiento de la biogenética, que cambio la producción agraria, la robótica que potenció la producción industrial y la informática e Internet que dieron vuelta la noción de comunicación que la humanidad había tenido por miles de años.

Nada de lo ocurrido en el terreno económico, político, cultural o militar se puede entender al margen de esa confrontación mundial e integral. La derrota del mundo no capitalista, más allá de las opiniones que tengamos sobre su causas, dio paso a una única hegemonía global, feroz, cruel, sanguinaria, pero eficaz para ampliar las fronteras del capitalismo hasta ocupar cada espacio físico y simbólico de la vida de modo tal que todo se venda y todo se compre, todo es mercancía, todo es intercambio mercantil (lo que Carlos Marx llamaba la subsunción real del Trabajo en el Capital [4]) y esa es, en esencia, la verdadera fortaleza del dominio imperial norteamericano, que no solo se basa en su poderío militar, que lo tiene, sino en un descomunal poder cultural, en que sus valores culturales son, sencillamente, los valores culturales de casi todos.

Con la conquista, o reconquista, de la totalidad de la vida humana, el capitalismo consuma su expansión imperialista, es cierto y sería tonto negar su hegemonía brutal; pero al mismo tiempo, y acaso ellos lo empiezan a presentir, comienza su proceso inevitable de decadencia que posibilitará o su superación revolucionaria, “Socialismo o Barbarie” en la bella, precisa y dramática síntesis de Rosa Luxemburgo, o su reemplazo por alguna nueva forma de dominación, acaso imaginada en alguna película de ciencia ficción donde el caos es manejado por máquinas y robots que obedecen a un gran único monopolio, lo que algunos llaman tecnofascismo [5]

El triunfo de Trump es una expresión, brutal, asquerosa, pero directa del despliegue hasta el fin de las relaciones de dominación en el terreno de la cultura del mundo burgués donde no hay más regencia que el valor de las cosas y nada importa el valor de uso de ellas; o como dice el Papa Francisco, el dinero es el Dios verdadero de hoy: “También hoy delante de las desgracias, de las guerras que se hacen para adorar al dios dinero, a tantos inocentes asesinados por las bombas que lanzan los adoradores del ídolo dinero, también hoy el Padre llora, también hoy dice: ‘Jerusalén, Jerusalén, hijos míos, ¿qué estáis haciendo?’ (Francisco, 2013) [6].

Trump no es un relámpago en un cielo limpio. Es el final de un largo recorrido que comenzó con las guerras de conquista de los 90, legitimadas por la OTAN en 1991 al proclamar el derecho a intervenir donde se le ocurra; derecho que se amplió con el Acta Patriótica de setiembre de 2001 del cual Obama e Hillary fueron dos de sus máximos propulsores.

¿La guerra contra el Terrorismo podría tener otro final que el arrasamiento de las libertades democrático burguesas?, la necesaria unidad contra el fascismo no nos libera de la crítica a la hipocresía de aquellos que alimentaron la hoguera de Trump para ahora asombrarse de estos fuegos.

Pero en estos días también se está cerrando otro ciclo, el ciclo corto de gobiernos progresistas de América Latina que tanta esperanza y entusiasmo habían despertado en todo el mundo, empezando por los propios latinoamericanos.

Algunos analistas (Borón, 2016) pretenden la continuidad del ciclo progresista so pretexto de supuestos cambios en el modo de resolver la reproducción ampliada del capital: “En el último año hablar del “fin del ciclo progresista” se había convertido en una moda en América Latina. Uno de los supuestos de tan temeraria como infundada tesis, cuyos contenidos hemos discutido en otra parte, era la continuidad de las políticas de libre cambio y de globalización comercial impulsadas por Washington desde los tiempos de Bill Clinton y que sus cultores pensaban serían continuadas por su esposa Hillary para otorgar sustento a las tentativas de recomposición neoliberal en curso en Argentina y Brasil” [7], asignando una diferencia de calidad distinta a las políticas de proteccionismo y libre cambio, como si en todos estos años el capital hegemónico no hubiera aplicado de manera combinada ambas políticas, siempre en defensa de sus intereses, como ahora. Y presagiando el fin del neoliberalismo nada menos que con Trump: “Como diría Eric Hobsbawm, se vienen “tiempos interesantes” porque, para salvar al imperio, Trump abandonará el credo económico-político que tanto daño hizo al mundo desde finales de los años setentas del siglo pasado. Habrá que saber aprovechar esta inédita oportunidad” [8]. Cosas veredes Sancho.

Lo que muchos llaman el “ciclo progresista” alude al triunfo y gobierno de una serie de fuerzas y líderes emergentes de las luchas contra la hegemonía neoliberal de los 90, que ensayaron discursos y políticas (más discursos que políticas, por cierto) de ruptura con el neoliberalismo y de promesas de una integración regional que trascendiera lo económico y garantizara por medio de la unidad americana sin los yankees, la liberación y el desarrollo.

Excluyendo a Cuba, que estaba antes y continúa su rumbo, y que no deja de proclamar su objetivo revolucionario y socialista, una larga lista de países integraron el ciclo progresista: Venezuela, Ecuador, Bolivia, Nicaragua, Brasil, Argentina, por un breve periodo Paraguay y Honduras y algunos hasta incluían a Chile en un espacio político muy heterogéneo pero que se referenciaba en el Mercosur, Unasur y que acaso tuvo su acta de nacimiento y mito fundacional en el NO al Alca protagonizado por pueblos y gobiernos en Mar del Plata en el 2006.

Los triunfantes golpes “constitucionales”, valga la contradicción en si misma de vincular golpe con constitución, en Honduras, Paraguay y Brasil; la derrota electoral en Argentina y en las municipales de Brasil, las notorias dificultades en Venezuela, el amesatamiento del proceso en Ecuador, la derrota del proyecto reeleccionista en Bolivia y el notorio retroceso político del gobierno de Bachelet y sus aliados de la Nueva Mayoría han generado un cambio de época que solo encuentran signos contarios en Colombia, donde la articulación de movimientos sociales e insurgencia está logrando un Acuerdo hacia la Paz con ampliación de derechos y acaso en Nicaragua donde Ortega ha sido reelecto recientemente.

Friedrich Hegel decía que “la más alta madurez y el grado más alto que cualquier cosa puede alcanzar, son aquellos que empieza su ocaso (Hegel, 1982 Pág. 11). Esto es cuando se logra desplegar al máximo las contradicciones de un momento, es cuando este es efectivamente conocido y al mismo tiempo deja de ser lo que era” [9]

O sea, ahora que el ciclo progresista ha culminado surge con claridad lo que fue y lo que no fue, y acaso algunas certezas de por qué no fue lo que decían que era.

Podríamos aportar algunas opiniones sobre la caracterización: fue un proceso de impugnación de la hegemonía neoliberal impuesta por el Terrorismo de Estado que asoló la región entre 1954 (golpe en Guatemala) hasta la Guerra Sucia contra Nicaragua (1980/1991) que había mostrado su fracaso en resolver los problemas sociales y de desarrollo para finales del siglo XX, y por lo tanto, de cuestionamiento de la hegemonía imperial norteamericana; acaso lo más importante que ocurrió fue en el terreno de lo ideológico cultural: valores como Patria Grande, Integración autónoma, la noción de que los pueblos tienen derechos y que igualdad formal debe ser total (incluir espacios antes considerados tabúes como la sexualidad o la familia); en casi todos los países se incluyeron formas de redistribución de la renta recaudada por el Estado, que sin cuestionar la matriz capitalista injusta, elevó las condiciones de vida de millones y financió toda clase de programas de dignidad, salud, cultura, memoria y que llegaron a plantar mojones de información alternativa como Telesur en Venezuela o Canal Encuentro en Argentina.

Las viejas oligarquías se vieron amenazadas, acaso más potencialmente que en lo real, pero se sintieron amenazados y actuaron con furia y rencor con el resultado conocido.

Más allá de los límites estructurales: pensar en un capitalismo andino, humanizado, distributivo, etc. etc. y el mantenimiento de una cultura extractivista que potenció la primarización de nuestras economías y potenció la concentración de riquezas y la centralización del capital, llama la atención y queremos resaltar, que el progresismo gobernante, muchos de sus funcionarios y dirigentes venían de ser parte de la generación de los 70, de apoyar la Revolución Cubana y el Che, el Cordobazo y Salvador Allende, cometieron todos los errores que con pasión habían adjudicado al stalinismo gobernante en la URSS, como causal de la gran derrota de los 90: estatalismo y economicismo lo que equivale a pensar que se puede hacer el cambio revolucionario haciendo centro en la gestión económica y pensando al Estado como instrumento central de la tansformación social en un raro retorno a Bismarck y sus herederos keynesianos; subestimación de la democracia popular y por ende del sujeto pueblo como protagonista de la historia; exageración de la importancia de los liderazgos personales, confianza en las “melladas armas del capitalismo”, al decir del Che, para combatir el neoliberalismo; veneración por lo “institucional” hasta el ridículo de creer que las revoluciones se hacen escribiendo constituciones o sancionando leyes [10], confusión entre lo público y lo privado en detrimento de la ética revolucionaria que convirtió a numerosos militantes en vulgares ladrones; exagerada confianza en que las contradicciones secundarias de los imperialistas pueden ser aprovechadas casi sin costo, etc.

En una reflexión sobre el 24 d emarzo del 2016 publicada en mi blog y en Rebelión titulada “Los herederos de Videla y Martínez de Hoz” [11] decía: Entre otras consecuencias que aún perduran, el Terrorismo de Estado, fragmentó violentamente la clase obrera disolviendo su relativa homogeneidad dando paso a una porción de desocupados permanente, a otra de trabajadores precarizados y temporales y solo una parte minoritaria, estable y con derechos. Pero también modificó a la burguesía local que se hizo más sumisa al Imperio, más mafiosa y corrupta, más voraz y cruel. Más burguesa.

Pero el golpe tuvo otros efectos, ocultos al progresismo: el terror alimentó una forma de pensar las reformas y los cambios que se ha clasificado como “posibilista” o “realista” dado que nunca osa desafiar la correlación de fuerzas y el Poder Real, ese que se nombra poco pero se respeta mucho. En 1927, conmemorando los quinientos años de “El Príncipe” de Maquiavelo, Antonio Gramsci, desde la mazmorra del fascismo decía: “El realismo político “excesivo” (y por consiguiente superficial y mecánico) conduce frecuentemente a afirmar que el hombre de Estado debe operar sólo en el ámbito de la “realidad efectiva”, no interesarse por el “deber ser” sino únicamente por el “ser”. Lo cual significa que el hombre de Estado no debe tener perspectivas que estén más allá de su propia nariz”. “El realismo político “excesivo” (y por consiguiente superficial y mecánico) conduce frecuentemente a afirmar que el hombre de Estado debe operar sólo en el ámbito de la “realidad efectiva”, no interesarse por el “deber ser” sino únicamente por el “ser”. Lo cual significa que el hombre de Estado no debe tener perspectivas que estén más allá de su propia nariz”.

Es que al aniquilamiento material se sumó el aniquilamiento simbólico que buscaba “borrar” de la memoria popular que por años las clases subalternas habían mejorado las condiciones de vida por el camino la organización y la lucha, acciones populares que modificaban la correlación de fuerzas y hacían posible lo que parecía imposible. Una serie de teorías y doctrinas conceptualizaban la acción “educativa” por medio de las armas: el anticomunismo en la base de todas ellas, la subversión apartida, la teoría de los dos demonios y el olvido de los noventa.

Y si el posibilismo más vulgar ha dominado desde 1983 en adelante el pensamiento político de las fuerzas de centro izquierda y de izquierda moderada, para fines de los ochenta del siglo pasado, la derrota de los procesos de transición al socialismo modificaron la vieja Tercera Vía socialdemócrata que dejó de buscar un lugar intermedio entre el socialismo y el capitalismo para comenzar a imaginar un supuesto lugar intermedio entre el capitalismo neoliberal, “salvaje” y “financiarizado” y otro capitalismo nacional, “humano” y “productivo”, intentos vanos de ponerle apodos a un sistema que con su nombre define sin error posible a un modo de producción y dominación que funcionan de un modo inescindible y poco reformable.

Agotada la legitimidad del Kirchnerismo ante las clases dominantes, justificada en su capacidad de superar la crisis capitalista del 2001 y renovar el capitalismo de sus modos neoliberales ya gastados (alguna vez dijimos que Kirchner fue el De la Rúa que no fue); y eso se visualizó en la crisis por las retenciones a la especulación sojera con la resolución 125 (año 2008), todos los intentos de “profundizar” el proceso, de modo tal de recuperar legitimidad social y derrotar una derecha que pretendía recuperar a pleno el modelo de país que se fundó con la picana eléctrica y se configuró plenamente por el peronismo en su modo menemista, se frustraron una y otra vez por la hegemonía ideológica de esta combinación de posibilismo y Tercera Vía posmoderna. Posibilismo de Tercera Vía que esterilizó los esfuerzos militantes y aún los aciertos del gobierno en el terreno de la Memoria, la asistencia social focalizada en los más pobres y el acercamiento a los procesos de búsqueda de cambios en Latinoamérica (afectados también, en diverso grado, por el mismo virus cultural del posibilismo de Tercera Vía).

La otra consecuencia política del Genocidio fue la profundización del carácter delegativo del sistema democrático argentino donde si bien ya en el artículo 22 de la Constitución de 1853 se afirmaba que “El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución. Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete delito de sedición Nacional “ durante todo el siglo XX las luchas obreras, las movilizaciones estudiantiles, las rebeldías culturales, las iniciativas populares de autogestión en el terreno deportivo, cooperativo, etc. habían ido ampliando el estrecho margen liberal de una democracia minimalista para incorporar la movilización y la lucha social como un modo legítimo de conquistar derechos y resistir claudicaciones gubernamentales.

Todo ello fue aplastado por el Golpe y estigmatizado como subversivo y “culpable” de las atrocidades sufridas por el pueblo. La batalla por la memoria, la verdad y la justicia ha estado en el medio de los esfuerzos por dotar de sentido social la “democracia recuperada” y reconstruir/constituir un sujeto social diezmado y desarticulado culturalmente por el Terrorismo de Estado y las claudicaciones progresistas iniciadas por Alfonsín en la inolvidable Semana Santa de 1987. La vida confirmó que la impunidad era sostén del neoliberalismo así como la memoria fue una parte sustancial del proceso de luchas que recorrieron año a año cada 24 de marzo, desde el primero en libertad hasta el último del 2015 en el que pocos imaginaban el escenario en ciernes que obliga a repensar todas las tareas de la lucha por una democracia verdadera y el mismo sentido de los actos del 24 de Marzo.

El desprestigio de la política, provocado por una combinación de acciones espurias de los políticos llegados a la gestión, y una inteligente predica mediática reaccionaria, llevó primero al “que se vayan todos” del 2001 y ahora a la estigmatización de la militancia que encara el Pro con su modo de hacer política como si fuera una “no política” y la identificación de los militantes con los ñoquis que pueblan el aparato estatal desde siempre y que hoy son utilizados como justificación para una ronda de despidos casi inédita en democracia que remite a algo muy molesto para liberales y progresistas: lejos de ser un avance histórico y civilizatorio, el triunfo de la derecha explícita representa el retorno al gobierno del mismo bloque social que organizó y perpetró el golpe del 76. [12]

Sin pretender extender las condiciones de la lucha de clases en la Argentina a toda la región, aunque se podría decir que toda la región ha sido “peronizada” en algún sentido ideológico, si nos animamos a afirmar que este progresismo de tercera vía se volvió hegemónico en la región y fue determinante en las estrategias, casi suicidas, de algunos de los gobiernos hoy desplazados o sumamente debilitados.

Acaso porque casi todos olvidaron la vieja enseñanza leninista de que no hay nada más práctico que una buena teoría.

¿Pero qué teoría para este mundo de Trump y Macri nos hará libres?

Tres. ¡Cómo resistir sin morir en el intento?

La fuerza de Macri no es solo la de sus votos, ni siquiera los del ballotage, porque una parte del voto a Scioli acuerda con muchas de sus propuestas y el control de la Administración Nacional, de la Ciudad de Buenos Aires y de la Provincia de Buenos Aires le da un espacio de negociación y captación de gobernadores, intendentes, legisladores nacionales y provinciales que le ha permitido casi ignorar que es minoría en casi todas las instancias legislativas, menos la de la ciudad de Buenos Aires.

El gobierno de Macri no es solo un conjunto de hombres de empresa, casi todos ellos vinculados a familias de larga historia en el Poder Real de la Argentina y participes de gobiernos surgidos de golpes de estado y acciones terroristas como los Massot (Nueva Provincia de Bahía Blanca), los Peña (de la Familia Braun, dueños de La Anónima y grandes latifundistas) o los Blaquier (Ingenio Ledesma de Jujuy); cierto que son ejecutivos que vienen de diversas tradiciones no vinculadas a la política tradicional pero todos ellos cuentan con una formación profesional universitaria y cuentan con el apoyo de innumerables usinas con forma de ONG y Fundaciones o Centros de Estudio. Cuentan con el apoyo de toda clase de agencias y servicios de los EE.UU., Europa y el gran capital.

No se trata de exagerar su poderío o sobreestimarlos, sino de respetarlos como lo que son: enemigos implacables de lo popular y democrático, astutos hasta el cinismo y el engaño sin escrúpulo, crueles hasta el terrorismo de estado del cual, en definitiva, son hijos y herederos aunque no puedan y posiblemente, por ahora, no quieran ejercer.

Pero tienen dos problemas: uno es que su modelo de capitalismo no contempla satisfacer lo mínimo de las necesidades populares y dos es que nuestro pueblo viene de un largo periodo de ser sujeto de políticas económicas/sociales/culturales que mejoraron su vida, aunque no afectaran la estructura real de poder: pensiones y jubilaciones, retribuciones al trabajo en cooperativas, subsidios varios que incluían el acceso a la energía eléctrica, el gas y el transporte, la educación y la cultura, políticas de memoria, verdad y justicia, etc. etc.

Ya hemos dicho que acaso uno de los aspectos más positivos de la etapa kirchnerista fue su discurso acerca de los derechos populares y la necesidad de defenderlos con organización popular (más allá que, en lo fundamental, no fueran consecuentes con su discurso).

Durante este primer año de gobierno macrista, las acciones de oposición a diversas medidas fueron masivas y hasta impactantes; pero no modificaron casi nada el rumbo oficialista. Acaso en el terreno de la memoria, la verdad y la justicia es que se pudo frenar más la ofensiva reaccionaria. No pudieron entrar con Obama a la ex Esma; no pudieron mandar a Echecolatz a su casa aunque lograron “domiciliaria” para más de cincuenta represores solo en este año; no pudieron voltear a la Procuradora General de la Nación ni frenar del todo a los juicios (incluso tuvieron que volver a comprometerse en su continuidad en la reunión de la Comisión Interpoderes convocada por la Corte Suprema en setiembre) y no pudieron barrer con las políticas públicas de memoria a pesar de todos sus esfuerzos por banalizarlas.

Pero es cierto que en el terreno de la economía, del empleo, de los precios, del presupuesto educativo y un larguísimo listado de derechos, simplemente avanzaron como una topadora contra un montículo de arena.

La derrota electoral y la pérdida del control de numerosos aparatos han hecho tambalear la hegemonía kirchnerista en el movimiento popular, ha liberado espacios para la acción de una izquierda revolucionaria, pero no ha surgido ninguna nueva hegemonía y la dispersión es la característica más definida.

La necesaria unidad de acción para frenar la ofensiva antipopular y antidemocrática se debe articular con la construcción de una nueva hegemonía, lo que de por sí es una cuestión difícil de resolver; pero además, no se avizora cuáles fuerzas políticas estarían en condiciones de encarar semejante tarea.

La izquierda de tradición trotskista se ha hecho fuerte en el terreno institucional, acaparando la representación electoral pero con serios límites para encarar la doble tarea de construir hegemonía y bloque popular.

Los sectores más avanzados del kirchernismo se encuentran en un proceso de dispersión y debates que los llevan a posiciones aislacionistas (como la presentación como referentes del Partido Miles de tres personajes como Boudou, D Elia y Esteche) hasta el borde del colaboracionismo del Movimiento Evita.

La izquierda que se arrimó y en buena parte se subordinó al kirchnerismo, sectores socialistas, comunistas y de otras tradiciones, ha desacumulado fuerzas y todavía está en un estado de shock post derrota del cual no parece fácil que salga rápido.

Una larga lista de organizaciones de todo tamaño y objeto cumple dignas tareas de resistencia y construcción de atributos para el movimiento popular, pero corren riesgo de abonar a la dispersión y fragmentación que hoy predomina.

Cuatro

Nuevas preguntitas a la izquierda [13]

La construcción de la resistencia, de la alternativa y de la vanguardia unificada resultante de la articulación de diversas fuerzas que puedan cumplir alguna o varias de las funciones de una vanguardia política del siglo XXI requiere resolver alguno de los debates que hoy recorren la geografía del movimiento popular

¿La consigna es volveremos o hay que construir una propuesta de futuro nunca alcanzado, un cambio revolucionario claramente definido como no capitalista y con el horizonte revolucionario en su mira?

¿Alcanza con la unidad de lo que hoy no acuerda, se opone y/o resiste al macrismo o hay que darse una política de disputa de los sectores populares, incluidos sectores de las capas medias urbanas y rurales, de los intelectuales, profesionales y técnicos que hoy trabajan en relación de dependencia, amplios sectores religiosos motivados por la predica vaticana de enfrentar la Tercera Guerra Mundial, asumir la opción por los pobres y repudiar una sociedad basada en el Dios Dinero, etc. etc. o sectores igual de amplios de las capas medias que ven con horror el avance del Estado Policial, la xenofobia, la predica del rencor contra lo popular, igual que aquel inicial “Que viva el Cáncer” de 1953?

¿Alguna de las fuerzas que se auto proclaman o consideran de izquierda revolucionaria o en condiciones de ser vanguardia están en condiciones de jugar un rol de vanguardia en la solución teórica y sobre todo práctica de estos interrogantes o hace falta crear una nueva fuerza política, que sin negar ni mucho menos desmerecer todas y cada una de las tradiciones revolucionarias de nuestra historia, simbolizadas en los treintamil, se renueve de un modo tal que pueda asumir las enseñanzas de las frustraciones de la generación del Cordobazo, de los que lucharon contra el Menemismo y de los que se jugaron por el kirchnerimo y genere, al fin, una doctrina revolucionaria propia, apta para confrontar y derrotar al bloque de poder que nos domina desde fines del siglo XIX, sin solución de continuidad?

En sus reflexiones de mayo del 2016, el actual vicepresidente boliviano, compañero Álvaro García Linera decía que: “El segundo problema que estamos enfrentando los gobiernos progresistas es la redistribución de riqueza sin politización social. ¿Qué significa esto? La mayor parte de nuestras medidas han favorecido a las clases subalternas. En el caso de Bolivia el 20% de los bolivianos ha pasado a las clases medias en menos de diez años. Hay una ampliación del sector medio, de la capacidad de consumo de los trabajadores, hay una ampliación de derechos, necesarios, sino, no seríamos un gobierno progresista y revolucionario.”

Y continuaba “Pero, si esta ampliación de capacidad de consumo, si esta ampliación de la capacidad de justicia social no viene acompañada con politización social, no estamos ganando el sentido común. Habremos creado una nueva clase media, con capacidad de consumo, con capacidad de satisfacción, pero portadora del viejo sentido común conservador.”

Y se preguntaba “¿Cómo acompañar a la redistribución de la riqueza, a la ampliación de la capacidad de consumo, a la ampliación de la satisfacción material de los trabajadores, con un nuevo sentido común? ¿Y qué es el sentido común? Los preceptos íntimos, morales y lógicos con que la gente organiza su vida. ¿Cómo organizamos lo bueno y lo malo en lo más íntimo, lo deseable de lo indeseable, lo positivo de lo negativo?”

Para contestarse: “No se trata de un tema de discurso, se trata de un tema de nuestros fundamentos íntimos, en cómo nos ubicamos en el mundo. En este sentido, lo cultural, lo ideológico, lo espiritual, se vuelve decisivo. No hay revolución verdadera, ni hay consolidación de un proceso revolucionario, si no hay una profunda revolución cultural.”

A la que yo agregaría lo que llamo la paradoja de los medios no culturales de disputa cultural. Como casi todos saben, Carlos Marx, junto a Federico Engels y una pléyade de revolucionarios europeos de mediados del siglo XIX, cumplió la función histórica de develar el funcionamiento del capitalismo y de señalar un camino para su superación. Sus estudios de años y años los vuelca en un nuevo libro al que va a llamar El Capital; allí comienza a revelar paso a paso como en el doble carácter de la mercancía se puede adivinar el doble carácter del trabajo humano y de allí el secreto de porque nunca el salario retribuye el valor creado por el obrero originando un plus del que se apodera el empresario que así se enriquece, la famosa plusvalía.

Y va capitulo por capitulo desmontando una a una las falsas imágenes o lo que alguna vez diría, la imagen verdadera de una imagen falsa pero al llegar al capítulo veinticuatro (¡24!) decide escribir lo que titula “La llamada acumulación originaria” donde cambia el estilo de análisis, ya no será un recorrido conceptual sino histórico: “El descubrimiento de los yacimientos de oro y plata de América, el exterminio, la esclavización y el sepultamiento en las minas de la población aborigen, el comienzo de la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la conversión del continente africano en cazadero de esclavos negros: tales son los hechos que señalan los albores de la era de producción capitalista. Estos procesos idílicos representan otros tantos factores fundamentales en el movimiento de la acumulación originaria. Tras ellos, pisando sus huellas, viene la guerra comercial de las naciones europeas, con el planeta entero por escenario. Rompe el fuego con el alzamiento de los Países Bajos, que se sacuden el yugo de la dominación española, cobra proporciones gigantescas en Inglaterra con la guerra antijacobina, sigue ventilándose en China en las guerras del opio, etc. Las diversas etapas de la acumulación originaria tienen su centro, en un orden cronológico más o menos preciso, en España, Portugal, Holanda, Francia e Inglaterra. Es aquí, en Inglaterra, donde a fines del siglo XVII se resumen y sintetizan sistemáticamente en el sistema colonial, el sistema de la deuda pública, el moderno sistema tributario y el sistema proteccionista. En parte, estos métodos se basan, como ocurre con el sistema colonial, en la más burda de las violencias. Pero todos ellos se valen del poder del Estado, de la fuerza concentrada y organizada de la sociedad, para acelerar a pasos agigantados el proceso de transformación del modo feudal de producción en el modo capitalista y acortar las transiciones. La violencia es la comadrona de toda sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva. Es ella misma una potencia económica.”

En síntesis, luego de demostrar en veintitrés capítulos los modos económicos de acumulación de riqueza, pasa al relato histórico para mostrar que la verdadera acumulación originaria se basa en la violencia, en el colonialismo, en el sometimiento a la esclavitud de millones; en definitiva que la acumulación económica se resuelve en lo fundamental por métodos no económicos, sino políticos, que no son otra cosa las acciones imperialistas que describe.

Entonces, se necesita revalorizar la política como el espacio donde se dan todas las batallas contra el macrismo, de creación de alternativa y de construcción de vanguardia; porque es en el terreno de la política que se disputa la hegemonía cultural y se puede cumplir la tan ansiada “reforma moral” que desde Gramsci a García Linera, se reclama como imprescindible para cualquier cambio social.

Porque no hay que olvidar nunca que no fue Rucci el que ganó el debate con Tosco, sino que el Gringo falleció en las condiciones duras de la clandestinidad bajo el gobierno cuasi fascista de Isabel y la Triple A; no fue Borges el que le ganó el debate a Rodolfo Walsh sino que Rodolfo fue capturado por un grupo de tareas de la Esma en la esquina de Entre Ríos y San Juan para asesinarlo sin piedad; la dictadura asesinó a Santucho y silenció por años a Mercedes Sosa, Armando Tejada Gómez y tantos otros.

La hegemonía cultural no la lograron por medios culturales sino políticos; en su caso la política del terrorismo de estado, opción que no existe para nosotros puesto que la reforma moral requiere de humanismo, de libertad, de fraternidad verdadera, de instalar el deseo fuera del consumo y en un territorio que pueda ser preservado aún en la miseria y la cárcel.

Y entonces, ¿qué hacer para avanzar en esta batalla por el sentido común, batalla cultural que se dirime en el terreno duro de la lucha política?

Es sencillo, para soñar con una revolución hay que forjar revolucionarios y por suerte tenemos al menos uno en nuestra América en quien inspirarnos y tomar ejemplo: Fidel Castro.

Para construir resistencia, alternativa y vanguardia todos deberíamos soñar con Fidel, ese que hace unos veinte años dijo: “Revolución es sentido del momento histórico; es cambiar todo lo que debe ser cambiado; es igualdad y libertad plenas; es ser tratado y tratar a los demás como seres humanos; es emanciparnos por nosotros mismos y con nuestros propios esfuerzos; es desafiar poderosas fuerzas dominantes dentro y fuera del ámbito social y nacional; es defender los valores en los que se cree al precio de cualquier sacrificio; es modestia, desinterés, altruismo, solidaridad y heroísmo; es luchar con audacia, inteligencia y realismo; es no mentir jamás ni violar principios éticos; es convicción profunda de que no existe fuerza en el mundo capaz de aplastar la fuerza de la verdad y las ideas. Revolución es unidad, es independencia, es luchar por nuestros sueños de justicia para Cuba y para el mundo, que es la base de nuestro patriotismo, nuestro socialismo y nuestro internacionalismo”.


José Ernesto Schulman
Secretario nacional de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre

Fuente: alainet.com

Notas :

[1“Historia y conciencia de clase”, 1972, Editorial Grigalbo

[2José Schulman, “La parte o el todo”, 2005, Manuel Suarez Editor

[8ídem

[9Todas las cosas son un juicio. Juan Serey, Revista Opinao Filosófica, 2014, Porto Alegre

[10“El autor debería saber que las revoluciones no se hacen con leyes”. Carlos Marx, El Capital, capitulo XXIV, 1864

[13en 2012 escribí: Preguntitas para la izquierda. La parte o el todo? , que podría leerse como prólogo de esta reflexión https://cronicasdelnuevosiglo.com/2...

José Ernesto Schulman