Túnez
16 de junio de 2014 por Santiago Alba Rico
Manifestación en Túnez tras la caída de Ben Ali en enero de 2011. / Nasser Nouri
Dos acontecimientos muy recientes resumen la situación en Túnez. El pasado 27 de mayo se celebraba en Kasserine, una de las cunas de la revolución, el juicio contra Khaled e Issam Omri, hermanos del mártir Mohamed Omri, acusados de haber quemado una comisaría durante las revueltas contra Ben Ali. Acusados –es decir– de haber hecho la revolución. Pues bien, durante la vista oral, el jefe de la Policía local interrumpió el alegato del abogado de la defensa, Charffedine Kellil, para amenazarlo de muerte (“no saldrás vivo de la ciudad”) mientras compañeros suyos atacaban a los ciudadanos reunidos en el exterior del tribunal y mandaban al hospital a tres periodistas.
El segundo acontecimiento ocurrió esa misma noche y en la misma ciudad: un grupo armado atacó la residencia familiar de Lotfi Ben Jeddu, ministro del Interior, matando a cuatro de los jovencísimos agentes de policía que la custodiaban. Es aventurado hacer conjeturas, pero lo cierto es que en el curso de pocas horas la policía pasó de ser agresora a ser agredida y el Ministro del Interior de verdugo a víctima. Esto ocurría casualmente el mismo día en que se retiraba la alambrada de espino que protegía la sede del Ministerio del Interior, en la capitalina avenida de Bourguiba, desde enero de 2011.
Lo más fácil es especular y los tunecinos son campeones en esta disciplina. Pero nadie puede negar que la “alerta antiterrorista” establecida hace diez meses durante el tenso aniversario de las elecciones, tras los atentados contra la Guardia Nacional y los combates en el monte Chaambi (en la frontera con Argelia), tiene efectos políticos muy familiares. En un país todavía inestable y en transición que no ha fijado aún fecha para las próximas elecciones y en el que sigue vigente el código penal de la dictadura –y los propios aparatos de la dictadura–, la guerra contra el terrorismo permite desmontar en silencio los logros de la revolución desplazando la atención de la opinión pública hacia el “peligro yihadista”y represtigiando así a una Policía odiada y temida, como en tiempos de Ben Ali, por la mayor parte de la población.
“Unión sagrada”
Cualquiera que sea la verdad sobre los “grupos terroristas”, es imposible ignorar que cumplen sin duda una función contrarrevolucionaria. El éxito de esta estrategia, en todo caso, sólo es posible gracias a la complicidad de los medios de comunicación y de los partidos políticos, incluidos los de la izquierda. Para que el lector se haga una idea: el viernes 30 de mayo una pequeña manifestación recorrió la avenida Bourguiba en solidaridad con los “mártires” y para reclamar una “unión sagrada contra el terrorismo”. La convocaba el Frente Popular, la coalición de la izquierda radical encabezada por Hamma Hammami, que, sin embargo, no ha convocado oficialmente ninguna protesta contra el encarcelamiento, hace cuatro semanas, de Azyz Amami, el bloguero anarquista y símbolo de la revolución (después liberado), ni contra la criminalización de Issam y Khaled y tantos como ellos, ni contra la utilización política del artículo 52 del código de 1992, que penaliza el consumo de cannabis, ni contra la creciente presión policial y judicial contra los sectores sociales que hicieron la revolución. Ninguna “unión sagrada” contra los aparatos del antiguo régimen ni en favor de los verdaderos “mártires”, los que libraron a este país de una larga dictadura y conquistaron un puñado de libertades ahora en cuestión. Hay que recordar que el Frente Popular mantiene su alianza con Nidé Tunis, el partido de la derecha laica encabezado por el exministro de Bourguiba Caid Essebsi, partido que reúne en su interior a buena parte de los fulul del régimen de Ben Ali. Esta alianza contra natura, copiada de Egipto y que buscaba aplicar un esquema semejante al egipcio, ha sobrevivido a la caída inducida del Gobierno del islamista Ali Larayedh, sustituido en febrero por el “tecnócrata” Mehdi Jumaa, el hombre de la compañía Total.
Este “consenso antiterrorista” refleja y oculta un consenso mucho más inquietante: el de las élites políticas y económicas que han decidido poner fin a la revolución. Ennahda, escaldado por la experiencia egipcia, el golpe en Libia contra el nuevo Gobierno próximo a los Hermanos Musulmanes y las presiones de la UE, forma parte ya de este consenso que deja en una situación de vulnerabilidad creciente a los activistas y movimientos sociales.
Involución pactada
La Policía vuelve a hacer saber quién controla realmente Túnez. La liberación de Ali Seriati, mano derecha de Ben Ali y responsable de las matanzas de las jornadas revolucionarias, y el encarcelamiento simultáneo de sus víctimas marca el tono de una involución pactada o consentida por todas las fuerzas, incluido el sindicato UGTT, artífice del llamado “diálogo nacional”, que, si salvó al país de un golpe de Estado a la egipcia, deslegitimó la Asamblea Constituyente y certificó la muerte del proceso popular revolucionario. La propia Constitución, tan trabajosamente aprobada y tan objetivamente positiva, parece ya mucho más antigua e insignificante que las leyes y los hombres del “ancien régime”. Túnez se colorea de nuevo de malva, el color de la dictadura, con la complacencia o el silencio de los medios de comunicación y los partidos. Se quiere normalizar el sistema que en Europa se está poniendo en cuestión: bipartidismo, libertades formales compatibles con las económicas y criminalización de todos los que obstaculicen “el orden democrático”. En este modelo, el terrorismo y la Policía cumplen un papel central.
El consenso antiterrorista no sólo oculta los retrocesos democráticos; oculta también las políticas económicas ultraliberales del Gobierno Jumaa, al que se permite lo que jamás se hubiera consentido a Ennahda.Un ejemplo revelador: se ha decidido ya la “liberalización” del precio del pan, confeccionado hasta ahora con harina subvencionada. Ni siquiera Ben Ali, que privatizó más de 400 empresas del Estado, se atrevió a semejante cosa. Hará falta mucha policía, sin duda, para reprimir las próximas revueltas.